O consumo cultural no cinema

O consumo cultural no cinema

 

Por Octavio Getino

Cifras y datos estadísticos son un instrumento indispensable para la comprensión de los fenómenos del mercado cinematográfico y, también, para la reflexión sobre las demandas del público en general o de algunos públicos en particular. Sin embargo, son insuficientes, en este caso, las simples descripciones cuantitativas y se hace necesario incorporar el análisis – social, psicosocial, cultural e, inclusive, político – de las relaciones entre la oferta y la demanda y los diversos factores contextuales que inciden y condicionan aquellas.

Como dice el investigador peruano, Javier Protzel, “pese al cosmopolitismo de los públicos a lo largo del tiempo, cada uno ha tenido una evolución singular. Los gustos, como las carteleras, no están ahí por accidente ni como respuesta pasiva a la oferta comercial. Las leyes del mercado no aportan por sí mismas una explicación del comportamiento de los consumidores. Además de situarse en una dimensión externa a las razones de una preferencia o un rechazo, éstas constituyen apenas una forma de cálculo, midiendo y describiendo las oscilaciones de la demanda, pudiendo establecer puntos de equilibrio, pero permaneciendo ajenas a una interpretación que no sea económica. La evolución de los públicos se asocia estrechamente a la historia cultural y del uso social del espacio”. (…)

Obviamente, en la elección de un filme, incide poderosamente la cultura cinematográfica de cada espectador o del público en general, que ha sido modelada en mayor o menor medida por la acción de los medios y del mismo audiovisual. Pero en aquella predomina, sobre todo, un sistema de modelos culturales en el que se configura el imaginario y las demandas del espectador, y que es parte de su campo de vivencias de carácter social, educativo, familiar, religioso, político, entre otras, a las que, además, se suman las que aparecen en el momento específico de resolver ir o no al cine, de acceder o no a la visión de determinada película. (…)

La escala social de los consumos

Algo parecido sucede con la situación económica y el poder adquisitivo de los públicos. Si en México las salas convocaban a multitudes, en tiempos en que buena parte de ellas estaban estatizadas en la compañía COTSA, y con un precio irrisorio para las entradas, algo parecido sucedía en la mayor parte de los países latinoamericanos, cuando el cine era uno de los espacios culturales más apetecidos por las grandes masas. Ello sucedía en los inicios de los ´70, con precios de localidades que no llegaban en muchos territorios a 0,5 dólar, o en las décadas siguientes, en momentos de relativa estabilidad monetaria, como sucedería en Argentina a partir de 1992 con la Ley de Convertibilidad (un peso comenzó a equivaler a un dólar) o en Brasil, en 1995, con la creación del “Real” como nueva moneda, inicialmente equiparada con el dólar.

Antes se ha descrito el proceso de concentración social y territorial que comenzó a desarrollarse en el cine latinoamericano en los años ´70 y ´80, como consecuencia de políticas macroeconómicas destinadas precisamente a esa misma finalidad: acumulación de los recursos en muy pocas manos, empobrecimiento acelerado de amplias regiones del interior de cada país, creciente marginalidad social y otras consecuencias negativas que reproducían en el interior de las naciones, aquello que también comenzaba a ser común a las dos terceras partes de la población mundial.

La creciente concentración del poder económico y social en una menor cantidad de personas -expresada en el mercado cinematográfico con la concentración del consumo en sectores sociales acomodados y en un fuerte incremento del precio de las localidades- se tradujo en una práctica expulsión de las salas de amplias franjas de la población, tanto en los centros urbanos como en el interior. El crecimiento posterior del número de salas y de espectadores, no representó en la mayoría de los casos, un retorno al cine de los sectores de menores recursos, sino una concurrencia más asidua por parte de los mismos consumidores sociales. Pero si una franja decisiva de la población –aquella que revitalizó al cine nacional desde sus mismos orígenes- dejaba de concurrir a las salas, también estaba ausente de las pantallas.

Esta realidad aparece de manera casi generalizada en todos los países de la región. Refiriéndose a la situación de Bolivia, la investigadora de ese país, Gabriela Orozco, señalaba hace muy pocos años: “¿Qué clases sociales van al cine? La clase alta tiene más bien otras comodidades, tiene el video, el satélite, el cable y entonces le resulta mucho más cómodo estar en casa. La clase de escasos recursos tiene un poder adquisitivo pequeño, tiene otras necesidades, e ir al cine implica transporte, pagar entrada, una serie de gastos que no está en condiciones de hacer. Entonces es la clase media la que más va al cine, por lo menos en mi país. Conforme a los estudios hechos, van al cine la clase media y el joven, ésa es la composición del público.

El historiador español, Román Gubern, agrega por su parte, otros factores contextuales que explican también la mayor asiduidad de los jóvenes a las salas de cine y que no están dados, solamente, por el diseño del género de “adolescentes”, sobre el cual ha venido trabajando Hollywood en los últimos años, ni tampoco sobre el ritmo videoclipero o los efectos especiales de los diseñadores de imagen y sonido, sino, además porque ellos encuentran en los nuevos complejos de multicines y en los centros comerciales, un territorio social más seguro y libre que el del barrio o el del propio hogar. Van a menudo al cine, para apartarse del núcleo familiar en crisis y en disgregación, del mismo modo que se encierran, cuando pueden, en sus propios dormitorios, para ver sus programas de TV o películas en video y no tener que compartirlas con el resto de la familia, con la cual el diálogo tiende a fracturarse.

La problemática, la cultura, los imaginarios, las formas de ser y de soñar de los sectores populares comenzó a desaparecer de las salas de cine –salvo alguna que otra excepción, según el país- para desembocar, como obligada alternativa en la programación del medio televisivo, que terminó apropiándose de los géneros, situaciones y actores, que hasta entonces habían estado presentes en la cinematografía local.

Esta situación no sólo tuvo impacto sobre el mercado y los sistemas de exhibición, sino que se extendió, con mayor gravedad aún, al diseño y la producción de películas nacionales. Si el mercado cambiaba social y culturalmente, también la producción estaba obligada a hacerlo para responder a las demandas de los ahora mayoritarios consumidores. Se acentuó, en consecuencia, la presencia de un cine producido desde la clase media y destinado a su vez a la propia clase media. O también, como una vuelta de tuerca más, un cine de cineastas dirigido a cineastas, consagrado en festivales, muestras y revistas especializadas.

El cine norteamericano se dedicó a convocar episódicamente a las salas al conjunto de los públicos, particularmente los más jóvenes, con sus superproducciones y su sistema de estrellas, promocionadas particularmente desde la televisión, y desde los medios de mayor circulación. Para ello ofreció aquello que la pantalla chica no puede dar, ni tampoco las producciones locales: un cine que reduce al mínimo la capacidad emocional del espectador y aumenta su capacidad de excitación, basado en el despliegue de recursos y efectos audiovisuales, propios también de los medios de mayor atractivo para la infancia y la adolescencia, como el videoclip y el videogame. Este tipo de oferta se produce en contadas ocasiones, pero explica el éxito millonario de entre cinco y diez películas –a veces más- por año.

A su vez, la televisión local, devuelve a veces parte de lo que extrajo de la memoria cinematográfica y cultural de los sectores populares, como el melodrama, la comedia costumbrista y el humor, motivando el reingreso a las salas, a la vez que a las pantallas, de imágenes que autores y productores cinematográficos han ido perdiendo. Esto explica, también, que la mayor parte de los éxitos de las películas nacionales en países como Argentina y Brasil, sean los promovidos por los conglomerados multimediáticos y con temas, géneros y actores, altamente reconocidos en las pantallas televisivas. (…)

Géneros y star system

Desde los años ´70, crecieron de manera particular los procesos de hibridación entre el cine y la televisión. Ésta comenzó a contaminar al cine, tanto en materia de estilos como de modelos narrativos y de contenidos temáticos. Fue la época en que la industria norteamericana se introdujo en la producción de películas de conflictos familiares, que realmente eran telefilmes en pantalla grande. Películas diseñadas, según su estructura, ritmo y montaje, como “programas unitarios televisivos” y programadas en la cadena industrial productiva cuando las majors observaron que las salas habían dejado de ser la principal fuente de recaudaciones y que se hacía necesario trabajar con las nuevas ventanas de comercialización y con las no menos nuevas innovaciones tecnológicas del audiovisual.

No es casual, entonces, que algunas de las producciones más taquilleras del cine producido en diversos países latinoamericanos –Brasil y Argentina, entre otros- contengan muchos elementos del telefilme y de la telenovela melodramática, de la comedia o del humor y la comicidad (El hijo de la novia y Sol de otoño, en Argentina; Os Trapalhoes y Xuxa, en Brasil), que la televisión ha ido recreando desde su incursión en la producción ficcional.

Son películas, sin embargo, en las que grandes franjas de la población experimentan procesos de autoreconocimiento, en tanto se apropian, aunque a veces de manera subalterna, de géneros en los que nuestros pueblos encontraron años atrás una parte elemental de su identidad.

El cine de géneros codificados que alimentó el desarrollo industrial del cine en todo el mundo, se nutrió por una parte, de la tradición cultural, particularmente, literaria y oral, propia de cada comunidad, y, además, de la necesidad empresarial de mejorar la rentabilidad de la industria. El cine mexicano, argentino, brasileño y de algunos otros países latinoamericanos, creció y se fortaleció, tanto cultural como industrialmente, con la adopción del género –antes que del estilo autoral- para afirmar su presencia en los mercados locales. Basta observar la guía de programación mensual de los canales de TV de pago, o de las grandes cadenas de videoclubes, para confirmar la vigencia del género en la oferta de productos audiovisuales. También, para distinguir y evaluar las demandas de los usuarios y consumidores.

Además el género, en tanto sistema de códigos previsibles, tiene su obligada complementación en el sistema de “estrellas” o de “personalidades” (el star system). El mismo que el cine latinoamericano alentó en sus momentos de mayor desarrollo industrial y que hoy ha cedido a la televisión, en las figuras de sus intérpretes musicales de telenovelas, formadores de sensibilidad y opinión pública. Género y star system, se necesitan y retroalimentan. Veamos, sino, la parafernalia de promoción e información cotidiana con que los medios de comunicación publicitan, por cuenta de las grandes compañías, las peripecias, reales o ficcionales, de actores, directores, técnicos y obras del cine norteamericano en particular, entre una película y otra. Incluso la figura de sus dibujos animados o de ciertos personajes.

“El cine responde a la desaparición del aura construyendo artificialmente la personality fuera de los estudios –sostenía Walter Benjamin, hace más de seis décadas-. El culto al divo, promovido por el capital cinematográfico, trata de conservar aquella magia de la personalidad que desde hace tiempo ha quedado reducida a la magia ficticia propia de su carácter de mercancía”.

El género se crea porque ofrece ventajas obvias para el productor, ya que permite planificar la producción, verificar la rentabilidad de cada género, potenciar las cualidades de directores, guionistas, actores, compositores musicales, directores de arte, etc., especializados en uno u otro género, utilizar productos o subproductos genéricos entre una película y otra, y por consiguiente, programar con antelación las actividades productivas en función de una mayor rentabilidad. Además, como dice Gubern, supone también claras ventajas para el público, ya que éste puede elegir su película, sin complicarse demasiado, en función del género. A fin de cuentas, la mayoría de los espectadores disfruta gratamente de aquellos filmes, cuyos códigos conoce por anticipado y cuyo final ya está de alguna manera previsto.

Teóricos, como Christian Metz, demonizan el género como parte de una “tradición censurante”, porque establecería un universo cerrado de posibles narrativos, impidiendo cualquier transgresión, como sería la de mezclar un género con otro. Sin embargo, la gran industria, además de reconocidos autores y creadores, se ocupó de desmentir tales supuestos al probar que los géneros pueden transformarse y dar lugar a otros nuevos o a desviaciones estilísticas. Aunque es cierto que las películas pertenecen a géneros, de la misma manera que las personas pertenecen a familias, también lo es que ellas cambian a través de su interacción sistemática con sus respectivos contextos. Además, el panorama de los géneros cinematográficos se complejiza aún más con las superposiciones existentes entre el cine y los restantes medios audiovisuales.

El tema de los géneros no es por ello superfluo en el análisis de los consumos y de la producción en nuestros países. Valga en ese sentido, la reflexión del crítico peruano Ricardo Bedoya: “¿Pasa la supervivencia de los cines nacionales por el problema de los géneros? Pienso que sí. El camino de los géneros nacionales es una vía válida y legítima de nuestros cines, los cines de América Latina, porque ya fueron transitados con éxito. Es una vía válida, pues, pero no excluyente”.

Esta opción no es ni debe ser excluyente, al margen de cualquier recomendación economicista, porque el universo del cine, al igual que el de las artes y la cultura en general, sólo se enriquece cuando se amplía y diversifica, mientras que sucumbe cuando se cierra. Por más rentabilidad económica que pueda brindar en determinadas coyunturas.


FONTE
Blog de Octavio Getino
Link para o artigo completo: http://bit.ly/dLIazy